viernes, 12 de octubre de 2007

El columpio aespacial

Todo comenzó una madrugada en los columpios. Mi cuerpo se balanceaba y la mirada se mecía sobre la posa de arena . Absorto y distraído, los ojos recibían centelleantes y minúsculos destellos reflejados y sobresalientes a la morena arena.

-Cierto, el vidrio está hecho de arena - pensé y fulminé el pensamiento. Seguí columpiándome, entonces me di cuenta que el asunto no había culminado, ya que descubrí -feliz- mi ignorancia.

Aquellos destellos resplandecientes no eran más que los equivalentes a las estrellas del firmamento, es decir, eran sus similares, sólo que en la tierra! Dicha conclusión me hizo ir más allá …. Emocionado de la habilidad de mi mente, reí de gozo al darme cuenta que lo que estaba debajo del columpio (donde yo, solemnemente, me columpiaba) no era una posa de arena, pero sí un espejo al cielo. Atravesó por mí la tentativa de arrojarme sobre él y sentir como si estuviese flotando junto a las estrellas; de soslayo, observé a mi alrededor, luego giré completamente la cabeza y noté una oscuridad total. No dudé en pensarlo: mi astucia había sido premiada, porque yo mismo me había revelado la identidad del universo. Desde ahí ya todo fue una gran revelación: los pensamientos que me habían ayudado quedaron atrás y predominó la contundencia de la realidad: yo no estaba, pues, sobre una poza de arena o un espejo oculto al cielo, sino que estaba … estaba … frente al universo y a la eternidad misma! Sí! Yo, el hombre del columpio no me mecía sentado en una silla atada gracias a cordones a un soporte vertical que permita el peso de las personas e, imagino, la fuerza de gravedad (y si no es esta fuerza debe ser otra, jamás fui bueno para la física, peor aún: tuve que rogar en quinto para que no me mande el profe a vacacional en su curso), eso era totalmente mentira, porque lo que yo hacía era trazar mi recorrido infinito (es decir, recorrer mis galaxias) sobre lo que ahora había descubierto que me pertenecía: aquel inmenso e intrigante (ya no para mí) espacio determinado.

Mi mirada, perpleja y poderosa, nunca más se movió y la sonrisa que obtuvo mi semblante -de oreja a oreja-, tampoco: ahora era yo el Rey del Universo, y ese sitio es, y será, simplemente mío, como lo es todo lo que los rodea, o mejor dicho, de lo que yo los rodeo.

No hay comentarios: