lunes, 22 de abril de 2013

Crónica de los olvidados recordados

Yo no era la única persona que lo había conocido de esa forma. Así como a mí, este personaje se presentó a otros cantando (o balbuceando) “María” de Vico C. De esa forma lo conocimos algunos miembros del barrio, o casi todos.


“El negro Ricky” es el personaje histórico por excelencia de Barranco. A sus más de 30 años, casi 40, oscila su vida entre las calles y los internados, entre la pérdida y adquisición de guitarras, más veces nuevas que viejas, y entre subidas y bajadas de buses para cantar una que otra canción de su repertorio, pues ya no lo hace gratis, como cuando lo conocimos.
 
Barranco es un distrito muy pequeño, el cual puedes recorrer en un cuarto de día y a pie, (y si lo haces en bicicleta en mucho menos tiempo, no excedente a una hora), y es sencillo que cuando camines reconozcas el 60% de las caras con que te cruzas, y que por lo menos el 20% sean tus amigos o conocidos. Los barranquinos se juntan en el Malecón, o en los parques, uno de ellos es Saenz Peña, lugar donde vivió casi cinco años Ricky.
 
Este parque tiene tres bancas, donde se puede ver el mar, pero solo dos de ellas se podían usar, porque en la tercera vivía Ricky. Vivió, hasta que el nuevo alcalde puso luces encima y se tuvo que retirar.
 
Ricky era un bohemio artista más del barrio, de aquellos que hemos visto florecer en el distrito. Habilidoso con la guitarra, era acompañante en diferentes bandas criollas, donde exhibía su talento. Además, era una persona de fácil tacto social, lo que lo llevaba a, desde siempre, ser conocido en el barrio (Barranco); en el parque Municipal, los jóvenes iban con sus instrumentos e improvisaban música, arte popular, privilegio en las calles, y a ellos se les sumaba Ricky, que además de tocar la guitarra, tocaba el cajón, y, que quede claro, cantaba.

Ricky vivió en su casa hasta que en una noche de obnubilación mental, la quemó. El contacto social, las juergas, la noche, y sobre todo la noche, le cayeron a mal. El negro Ricky estaba metido en las drogas, en el alcohol y la marihuana en un principio, pero después en la cocaína y posteriormente en el P.B.C. Desde ese momento, su piel, que siempre fue morena, se ennegreció más, y sus cabellos, ondulados y negros, se volvieron blancos y grasosos. Esa noche caótica, marcó el inicio de su vida en la calle.

En sus años de lucidez, como ya mencioné, Ricky era conocido en las calles barranquinas, las que sabía de memoria, como los acordes para hacer sonar lo mejor su guitarra, y también en los negocios, donde, a sabiendas que andaba mal de salud mental, y que padecía de adicción, de vez en cuando mostraban su caridad y le regalaban alimentos. Yo mismo fui testigo de cómo una vez en una pastelería le regalaron leches asadas y tortas heladas. Ricky compartía.

Cualquier persona que lo viera caminar sin conocerlo, pensaría que era un pordiosero, un mendigo, una lacra para la sociedad, y se alejaría. Sin embargo, nosotros lo conocíamos, en sus noches de soledad en las calles, buscaba alguien con quien conversarle (o alguien a quien hablarle), y relataba sus historias, y era imposible no ver la nostalgia que aún en ese estado fluía por sus ojos. Cuando se desaparecía, la gente se preguntaba dónde andaba, si tal vez en el centro, y si tal vez en la calle, que esté bien. 

Días se despertaba, y no encontraba su guitarra: le habían robado de nuevo. Entonces no tenía con qué trabajar, porque esa presentación gratuita cantando (o balbucenado) “María”, eran sus prácticas para subir a los carros y ganarse unas monedas. Se las ingeniaba, y se compraba otra, probablemente más añeja y deteriorada que la anterior, a diferencia de su talento, que se mantenía vigente.
 
Una tarde por Miraflores, tuve la oportunidad de verlo subir a la combi, y cantar una salsa, una que mencionaba al monaguillo José. Después de eso decía unas palabras, y se mandaba por el pasadizo del bus a pedir una contribución. Ricky se acordaba de la gente, y te saludaba por tu nombre. Le deseaba suerte, y sé que la tenía.

Esto me quedó comprobado hace unos meses, cuando me lo crucé nuevamente por el distrito. Hacía tiempo que no se le veía en Barranco, es que “los alquileres son caros”, y debe vivir en un cuarto, “ya no en la calle”, como él mismo me decía. Tenía su guitarra, una bolsa de caramelos y su amplificador. Dentro de todo, sabía que no se trataba de salir y que te regalen unas monedas, si no de dar lo mejor, como cuando todavía estaba dentro de todos sus sentidos y se esmeraba por tocar los instrumentos y entonar mejor la voz. Él sabía que estaba enfermo, que la adicción le ganaba, y por eso tampoco vivía ya en el distrito, con tantos similares a él conocidos la tentación era demasiada. Vivía en San Juan, donde pagaba su cuarto y se había hecho conocido de “una gente”; los jóvenes lo querían asaltar o pegar, pero ya se había hecho de nombre allá también. Sus idas y salidas del centro se producen con menos frecuencia que en el clímax de su enfermedad. Me dio unos consejos, desde su experiencia, como siempre solía hacerlo, este discurso giraba en torno a no dejarse llevar por las malas amistades y saber aprovechar las oportunidades en la vida, y que, en cuál sea que fuere tu situación, no des tu brazo a torcer y dejes que las aguas te lleven, si no que sigas remando, aún  contra la corriente, y que salgas adelante por ti mismo si es que ya nadie te tiene fe.
 
Lo vi irse, cargando sus herramientas de chamba, iba a pasearse un rato por el malecón y ver el sunset; y es que lo romántico e idealista, no te lo quita nadie.