Yo no era la única persona que lo
había conocido de esa forma. Así como a mí, este personaje se presentó a otros
cantando (o balbuceando) “María” de Vico C. De esa forma lo conocimos algunos
miembros del barrio, o casi todos.
“El negro Ricky” es el personaje
histórico por excelencia de Barranco. A sus más de 30 años, casi 40, oscila su
vida entre las calles y los internados, entre la pérdida y adquisición de
guitarras, más veces nuevas que viejas, y entre subidas y bajadas de buses para
cantar una que otra canción de su repertorio, pues ya no lo hace gratis, como
cuando lo conocimos.
Barranco es un distrito muy pequeño,
el cual puedes recorrer en un cuarto de día y a pie, (y si lo haces en
bicicleta en mucho menos tiempo, no excedente a una hora), y es sencillo que
cuando camines reconozcas el 60% de las caras con que te cruzas, y que por lo
menos el 20% sean tus amigos o conocidos. Los barranquinos se juntan en el
Malecón, o en los parques, uno de ellos es Saenz Peña, lugar donde vivió casi
cinco años Ricky.
Este parque tiene tres bancas, donde
se puede ver el mar, pero solo dos de ellas se podían usar, porque en la
tercera vivía Ricky. Vivió, hasta que el nuevo alcalde puso luces encima y se
tuvo que retirar.
Ricky era un bohemio artista más del
barrio, de aquellos que hemos visto florecer en el distrito. Habilidoso con la
guitarra, era acompañante en diferentes bandas criollas, donde exhibía su
talento. Además, era una persona de fácil tacto social, lo que lo llevaba a,
desde siempre, ser conocido en el barrio (Barranco); en el parque Municipal,
los jóvenes iban con sus instrumentos e improvisaban música, arte popular,
privilegio en las calles, y a ellos se les sumaba Ricky, que además de tocar la
guitarra, tocaba el cajón, y, que quede claro, cantaba.
Ricky vivió en su casa hasta que en
una noche de obnubilación mental, la quemó. El contacto social, las juergas, la
noche, y sobre todo la noche, le cayeron a mal. El negro Ricky estaba metido en
las drogas, en el alcohol y la marihuana en un principio, pero después en la
cocaína y posteriormente en el P.B.C. Desde ese momento, su piel, que siempre
fue morena, se ennegreció más, y sus cabellos, ondulados y negros, se volvieron
blancos y grasosos. Esa noche caótica, marcó el inicio de su vida en la calle.
En sus años de lucidez, como ya
mencioné, Ricky era conocido en las calles barranquinas, las que sabía de
memoria, como los acordes para hacer sonar lo mejor su guitarra, y también en
los negocios, donde, a sabiendas que andaba mal de salud mental, y que padecía
de adicción, de vez en cuando mostraban su caridad y le regalaban alimentos. Yo
mismo fui testigo de cómo una vez en una pastelería le regalaron leches asadas
y tortas heladas. Ricky compartía.
Cualquier persona que lo viera caminar
sin conocerlo, pensaría que era un pordiosero, un mendigo, una lacra para la
sociedad, y se alejaría. Sin embargo, nosotros lo conocíamos, en sus noches de
soledad en las calles, buscaba alguien con quien conversarle (o alguien a quien
hablarle), y relataba sus historias, y era imposible no ver la nostalgia que
aún en ese estado fluía por sus ojos. Cuando se desaparecía, la gente se
preguntaba dónde andaba, si tal vez en el centro, y si tal vez en la calle, que
esté bien.
Días se despertaba, y no encontraba su
guitarra: le habían robado de nuevo. Entonces no tenía con qué trabajar, porque
esa presentación gratuita cantando (o balbucenado) “María”, eran sus prácticas
para subir a los carros y ganarse unas monedas. Se las ingeniaba, y se compraba
otra, probablemente más añeja y deteriorada que la anterior, a diferencia de su
talento, que se mantenía vigente.
Una tarde por Miraflores, tuve la
oportunidad de verlo subir a la combi, y cantar una salsa, una que mencionaba
al monaguillo José. Después de eso decía unas palabras, y se mandaba por el
pasadizo del bus a pedir una contribución. Ricky se acordaba de la gente, y te
saludaba por tu nombre. Le deseaba suerte, y sé que la tenía.
Esto me quedó comprobado hace unos
meses, cuando me lo crucé nuevamente por el distrito. Hacía tiempo que no se le
veía en Barranco, es que “los alquileres son caros”, y debe vivir en un cuarto,
“ya no en la calle”, como él mismo me decía. Tenía su guitarra, una bolsa de
caramelos y su amplificador. Dentro de todo, sabía que no se trataba de salir y
que te regalen unas monedas, si no de dar lo mejor, como cuando todavía estaba
dentro de todos sus sentidos y se esmeraba por tocar los instrumentos y entonar
mejor la voz. Él sabía que estaba enfermo, que la adicción le ganaba, y por eso
tampoco vivía ya en el distrito, con tantos similares a él conocidos la
tentación era demasiada. Vivía en San Juan, donde pagaba su cuarto y se había
hecho conocido de “una gente”; los jóvenes lo querían asaltar o pegar, pero ya
se había hecho de nombre allá también. Sus idas y salidas del centro se
producen con menos frecuencia que en el clímax de su enfermedad. Me dio unos
consejos, desde su experiencia, como siempre solía hacerlo, este discurso
giraba en torno a no dejarse llevar por las malas amistades y saber aprovechar
las oportunidades en la vida, y que, en cuál sea que fuere tu situación, no des
tu brazo a torcer y dejes que las aguas te lleven, si no que sigas remando,
aún contra la corriente, y que salgas
adelante por ti mismo si es que ya nadie te tiene fe.
Lo vi irse, cargando sus herramientas
de chamba, iba a pasearse un rato por el malecón y ver el sunset; y es que lo
romántico e idealista, no te lo quita nadie.